martes, 23 de junio de 2009

Silencio en el Asilo

por Rodolfo Calderón Vivar

Aquí no sé pronunciar mi nombre,
digo que soy y nada es cierto,
engaño pues, pero no he muerto,
soy y vivo, respiro, y pienso.

¿Puedes tú corroborar mi mente,
sacar mi angustia en el derrumbe,
leerme toda, reconstruirme,
disipar mis soledades, amarme?

Ante otras miradas ahora duermo,
impronunciables son las palabras,
es mi defensa,ante los locos,
enfermizas y sutiles sombras.

¿Alguien ha visto a mi padre?
díganle donde estoy presa,
no vendrá jamás, lo sé
pero hallará un día mi huella.

Como virgen atada a una rueca,
tejo la vida derrotada y triste
de muñecas y muñecos de tela,
con mis dedos de temblor inquieto.

Silencio en el asilo, una pastilla más,
traída en la pulcra y sutil palangana,
por desguanzada garza blanca
sobre el arenal de las doncellas yertas.

Aquí, duermo, descanso,
muero entre sonoras sonrisas,
carcajadas infames, repetidas voces,
añorados brazos de hombres.

Tejo y destejo sin cesar, tejo,
tejo y destejo sin cesar, repito,
deshilachados trapos, comienzo,
sale el sol, se oculta, tejo...


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Redondela

por Rodolfo Calderón Vivar

Cuando yo era un niño
el sol del mediodía
se prolongaba hasta la tarde.
Mi sexo era plastilina
que amoldaban mis dedos
y mis sueños recorrían
las polvorientas calles
al mando de volantes
que giraban incesantes.

Cuando yo fuí hombre
el sol del mediodía
se prolongó a la media noche.
Mi sexo fue de carne
y su nombre varios nombres
y mis sueños despertados
por bocas de mujeres
de enrojecidos labios
que sedientos
me besaron.

Cuando yo fuí anciano
el sol del mediodía
se prolongó hasta la alborada.
Mi sexo fue un retazo
de intrépidos recuerdos
y mis sueños angustiadas
visiones de la muerte
en una de las cuales
por fin me hundí
en el universo
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Hallazgo

por Rodolfo Calderón Vivar

Vino sin hemistiquios a medias
sin sinalefas ni cesuras,
repleto de asonantes letras
en un poema que rimó
con su locura.

Entretejió las sílabas halladas
a golpe de palabra y verso
y no logró en su estrofa
similitud alguna
ni equiparable acento.

Con un poema interminado
no hubo decámetro ni dístico
que su razón formara
ni siquiera el último
recurso del acróstico.

Hurgó en las metáforas posibles
el tropo salvador de la poesía,
pero en el confín de su cordura
toda mirada ardiente
en realidad ardía.

Hecho una ceniza linguística
lo hallé escondido en la espesura
de la jungla siquiátrica
donde ríe y se hunde
en su feliz locura.



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miércoles, 3 de junio de 2009

Ojos de Dinosaurio


Cuento de Rodolfo Calderón Vivar



Para Fernanda Casas




A Dafne se le dificultaba resolver las divisiones. La mesa del comedor se convertía en un sitio opresivo sitio, donde, tarde o temprano, papá aparecería con su voz de trueno y ánimo intransigente para darle la ayuda que ella no quería recibir, pese a que el día siguiente la maestra tacharía, con sagacidad imperturbable, cada error o carencia de resultados en el cuaderno de tareas.




Eran los días que se sentía más pequeña de edad. La casa no era más que un cubil por donde papá, como un viejo y feroz dinosaurio, paseaba su mirada por todos los rincones hasta hallarla, inerme y desolada, en el silente calvario de la mano y el lápiz petrificados. Primero era un entonadamente dulce aviso de "¿No puedes? ¿Te ayudo?" , presagio evidente del más fallido evento pedagógico ejecutado por un viejo dinosaurio.


Todo iría bien si no comenzara el matizado tartamudeo de su padre nervioso, el ser infalible e incapaz de comprender como algo tan sencillo, las divisiones de dos cifras, escapaba de la comprensión de su hija mayor, Dafne, con nueve años de edad y al borde de un torbellino que la ahogaba llamado matemáticas.


Lo peor era la transformación. Si, en unos minutos aparecía el viejo dinosaurio resplando ira por la nariz grande, coronada por la línea gruesa de dos cejas rematadamente negras y esos ojos pequeños y hundidos transformados en un desorbitado acoso de planetas, que la miran con furia, a la vez que el primer golpe en la cabeza es el mejor método de enseñanza y obligado ejercicio de enseñanza de ese padre para con su empequeñecida hija, cada vez más empequeñecida a medida que se pierde en el torrente númerico de diez divisiones apuntadas.


El eco de la voz paterna se mete por los oídos de Dafne y se revuelve, vibrador y vibrante, paralizando las cuerdas vocales de la niña. Ya no es ella, con sus nueve años de inconcebible ignorancia, quien emite, cuando puede, las respuestas, sino su fantasma de cuatro años, con esa voz de lo que ella había sido, una analfabeta, emergiendo de un pasado barnizado de colores, sonidos y meriendas embarradas de plastilina y pinturas vinílicas.


Y aunque tiene la respuesta correcta, no la dice lo suficientemente fuerte, teme no sea la solución esperada. Su tono es de miedo, de duda, de cautelosa miseria, con tal de no provocar el resoplido del dinosaurio frente a su rostro, cubriendo de niebla su existencia. Papá es una nube de tormenta que electriza su cuerpo y alma hasta derrumbarla en la aniquilación de la equivocación perpetua.


El portazo y las lágrimas calando sus enrojecidas mejillas, son la última huella del dinosaurio en casa. Se lleva en las fauces una buena parte de la coraza de Dafne, arrasada en la jungla de una divisiones enraizadas en el fracaso.


Palacio de Gobierno. Xalapa, Ver.

Diciembre de 1998



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